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Un sueño inmortal en la batalla infinita

No habrá para ninguno de nosotros el milagro inconcluso de una resurrección encarnada en la frase breve, la que, aun estremeciendo, no puede contener el incesante borbotón de lo que hemos sido, el manantial ininterrumpido de lo que quisimos ser sin serlo. Pero en ocasiones, hay una vida que cruza las ausencias adverbiales de nuestro dolor y nuestro imposible deseo, y escribe largos párrafos que se encadenan y suceden, casi sin tregua ni allanado respiro; de una a otra, las palabras, brillan en la lucidez de una contienda que duda y se contradice, que nace y ama y ama muriendo, y es allí, en la escarpada y quejumbrosa geografía de la ficción, donde palpita la hondura de la invención que inevitablemente va a salpicarnos de certera duda, de tentativa esperanzada. En el sueño de una patria que Cervantes mostró en su verdad y en su mentira, ha sido capaz de latir la escritura de un español, enamorado por convicción ética y estética de otra latitud distante y envuelta en la niebla de los más incestuosos y conmovedores prodigios. No en vano la titulación de una obra, meditada en la luz y aterida de sombras, requiere el enunciado de la grandeza y la debilidad de lo humano.

El corazón es tan blanco como la nieve menesterosa que ensalza la virtud del recuerdo, y ensucia, inexorablemente, la dilatada melancolía del olvido. La tragedia no es invocada sino que prevalece en la batalla irreparable, en la que habrá un mañana, donde el rostro amado no podrá abolir la lanza que hiere mostrando el resplandor, y la fiebre que posterga la inocencia de la tiritante niñez, apaciguando su llaga y su prometedora senectud.

Pensar en España y con España, sin adentrarse en la vertiginosa, mercantilizada y engañosa evaporación de las nuevas redes sociales que se hunden en el proceloso mar, fue su lealtad y su poderoso designio, empeñado en la sonoridad de la huella visible, su fiel dactilografía que renueva la música de una afirmación y acepta el riesgo de lo invisible.


Escribir en la ciudad sin límites,conociendo el cerco de una luminosa herencia, la de la madre venturosa que no decidió el abandono al que le sometió la orfandad, y la condena cainita ante el deslumbramiento del padre, filósofo, ensayista, profesor, traductor de los idiomas que también nombran la nobleza y la ruindad de la Historia, la de los vencedores y los vencidos.

No en vano, la tragedia resplandeciente y sangrienta de Shakespeare, aspira a entender un anhelo de eternidad inconquistable, una agonía intemporal y un afán de amor, pasión y belleza golpeado por los tiempos y mantenido en el oficio de vivir, no solo la vida, sino la existencia posible, creada y multiplicada en el yo literario, en la otredad inexcusable.

Por los andamios de la bruma, justo antes del amanecer, la anglosajona declamación de la muerte exige su sacrificio, mas el destino también ofreció a la avidez del escritor, la luz anaranjada de los claustros de Oxford y el sigilo de las bibliotecas varadas en las tardes de lluvia. Todas las almas navegan sobre la negra espalda del tiempo y nada invalida el reino deshabitado, redondo y crucial, como los balones perdidos en el desvelo, que solo fecunda y amamanta, en el vientre de los tronos vaciados, libros de delicadeza imperecedera.

Al mirar sus ojos siempre encontrabas una mirada. Porque no todas las miradas entablan un soliloquio con uno mismo y con el mundo. Su mirada tenía una cristalina turbiedad, la mezcla insobornable de una especie de tristeza posada en el insomnio del misterio. Algo de la lentitud de un pájaro sobrevolando los círculos iluminados de la noche, algo de inundación sobre las últimas islas que salvan las palabras.


En la muerte de Javier Marías, hay una crueldad inadmisible y una inefable fascinación. Como si hubiese muerto mirando por fin el horizonte de lo que dijo escribiendo. Como si no hubiese muerto todavía o nunca, en la ensoñación dulce, tímida y esquiva de su indefinible y hermosa mirada.


Si hubiese podido abrazarlo, no sé que batalla indemne, librada en la entonación de lo que ya nos falta, le hubiera susurrado en el oído de su sueño infinito.

Josela Maturana


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