Texto escrito por la doctora en Filología Clásica, escritora y vocal de la junta de gobierno de la Real Academia de San Romualdo de Ciencias, Letras y Artes de San Fernando, María Elena Martínez Rodríguez de Lema.
La existencia humana no se concibe sin el arte. Desde el inicio de su existencia el hombre ha sentido la necesidad de interpretar la realidad que le rodea o plasmar, de alguna manera, lo que crea su imaginación. Desde Altamira al Guggenheim el arte ha ido evolucionando a la vez que la sociedad y ha estado presente siempre a lo largo de su desarrollo.
Los delfines del palacio de Cnosos, la pintura ática sobre cerámica, o los frescos de la Casa de los Misterios en Pompeya, son ejemplos ancestrales de la necesidad humana de rodearse de arte. Aquellas técnicas, aquellos trazos y colores de la antigüedad clásica pusieron las bases de lo que hoy es el arte en toda su plenitud.
Porque la imaginación es una cualidad de la inteligencia, y la inteligencia no solo se mide por la capacidad de resolver problemas matemáticos, de memorizar una larga lista de datos, o el aprendizaje de un idioma. La inteligencia se mide también por la capacidad de crear emociones y sentirlas. Pintar un cuadro no es solo aprender una técnica y aplicar un talento, es una creación de la imaginación humana plasmada sobre un lienzo, que refleja y produce sensaciones y emociones, las que crea el autor y las que siente el espectador. Esas sensaciones y emociones son intrínsecas a la naturaleza humana, por tanto el arte no es algo superfluo, no es una frivolidad, sino una auténtica necesidad.
En un mundo donde los valores materiales inmediatos se sobreponen a las necesidades de las personas, es absolutamente imprescindible buscar un lugar, un espacio, donde esas sensaciones y esas emociones puedan aflorar entre las almenas del arte y a través de un pretil a la calle de la realidad; o dirigir la mirada de la imaginación a lo lejos, donde dos torres pintadas de azul brillante apuntan al cielo de la creatividad.
